Extraño el panzazo, el resbalón traicionero del plástico del fondo, el raspón de los caños. El latigazo del agua y de los golpes. Porque no importaban. No importaba nada.
Extraño los ataques de risa y la boca tan abierta que tragabas tanta, pero tanta agua que no te daba vergüenza escupirla. Y esa animalada, de ganas, de energía, de seguir jugando, estallando de pura felicidad, detonándote contra el agua.
Y la merienda fresca: gelatinas, galletitas con paté, jugos de colores o Nesquik (Vascolet le decía mi mamá).
Y claro que extraño, además, los pies en el pasto -no césped-.
Esa sensación...
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Foto del libro Surtido.
Editorial Del Nuevo Extremo.