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sábado, 11 de junio de 2011

Otoño




Camino por las veredas de Villa Crespo hacia la panadería, y no puedo evitar mirar las hojas en el piso.  Atardece, se está yendo la luz. Pero alcanzo a sacar tres fotitos.
Imagino la casa de Bahía Blanca, donde crecí. Y el jardín convertido en una alfombra crujiente.
Tengo una foto de cumpleaños con mi hermana. Sentadas en el piso, rodeadas de una multitud de hojas.
De chica miraba esa foto y me parecía que estábamos sentadas sobre una tonelada de papas fritas.
Entonces, de vuelta a casa, con la bolsita de las facturas en la mano, mis pies muerden y aplastan y quiebran cada montoncito que veo. Y el ruidito es igual y la sensación la misma.

domingo, 1 de mayo de 2011

Afecto epistolar


Cuando era chica coleccionaba papel de carta. Así como mis compañeros varones cambiaban figuritas del increíble Hulk , de Basuritas o de los Superamigos; yo, además, cambiaba hojitas ilustradas de papel.
Claro que también las usaba bastante. Me acuerdo estar horas junto con mi hermana ensayando en borrador la letra perfecta, redondita para la carta que le enviáramos a mis tíos de España. Y luego, cuando estaba lista, con todas las anécdotas de la semana y los cariños dibujados, la pasáramos, sin tachones, bien prolijita, al impecable papel.
En aquél momento no entendía el sentido de una carta. Para mí era solo un medio más de comunicación.

En una carta uno se toma el trabajo de vestirse con las mejores palabras. Dar vueltas y vueltas para encontrar el término justo, la explicación acertada. Para contar la experiencia de un viaje o decirle simplemente a tu destinatario que lo extrañás. Para regalar un trocito de tu corazón o soplar vientos de ánimo para un ser querido que está enfermo. Porque uno sabe que las cartas se guardan. Se atesoran. Lo que uno le dice al otro queda gloriosamente atrapado en el papel para siempre. Un diálogo tácito entre el escribiente y el destinatario. Es un pedacito de pasado compartido. La garantía de materializar un recuerdo y petrificarlo.


Carta de Gustave Fauvert a Louise Colet. 8 de septiembre de 1845 (fragmento)

Antes de conocerte estaba tranquilo, o había llegado a estarlo. Avanzaba con la rectitud de un sistema particular hecho para un caso especial. En mí mismo lo había comprendido todo, separado y clasificado, de manera que, hasta entonces, no había época en mi existencia en que me hubiera encontrado más tranquilo, mientras que a todo el mundo, al contrario, le parecía que era ahora cuando merecía lástima. Viniste a revolverlo todo con la punta del dedo. El viejo poso volvió a hervir, y el lago de mi corazón se agitó. Pero es que la tempestad está hecha para el Océano! Cuando se enturbian los estanques, de ellos no se exhalan sino olores malsanos. Para decirte ésto es preciso que te ame. Olvídame si puedes, arráncame el alma con ambas manos, y pisotéala para borrar la huella que he dejado.
Cartas a Louise Colet, Gustave Flauvert. Editorial Siruela. Colección Libros del tiempo. 
ISBN 84-7844-697-4
Gustave Flaubertwikipedia





sábado, 2 de abril de 2011

20 de mayo de 1982

La directora camina enérgicamente y hace aullar su silbato por toda la galería. La recorre una y otra vez para asegurarse que todas las aulas oyeron. La ventanas tienen los vidrios pegados con cinta adhesiva. En forma de cruces superpuestas, es por si estallan, para que queden pegados y no salgan los vidriecitos disparados. Es media hora antes del mediodía y comienza el simulacro de bomba.
Rápido, guardamos los útiles, jugando carreritas y felices por lo que se viene. Juntamos todas las mesas pegaditas en el medio del salón, hacemos como una  gran carpa de mesas, nos sentamos todos juntitos debajo, cuchicheando. La maestra por media hora nos cuenta cuentos.Para nosotros es como un recreo dentro de la clase. Y disfrutamos, felices en nuestro mundo de juegos. En nuestra  ingenuidad de segundo grado.
Y además, juntamos chocolates para los soldados, les escribimos cartas,y cantamos la canción de la propaganda de la tele, ésa que dice  ¨ hoy le escribí una carta a mi querido hermano, le puse que lo extraño y que lo quiero mucho, mamá me ha contado que el es un buen soldado que cuida las fronteras de la patria...¨
Todos los autos de la ciudad tienen forrados los paragolpes de papel de diario. Mamá hizo lo mismo con el de nosotros. Es para que los aviones ingleses no detecten  la ciudad desde el cielo. Y por las noches tapamos las ventanas con una frazada para que la luz prendida de los casas no se vea desde afuera.
 Entonces, Bahía Blanca queda a oscuras. Se hace invisible.
Mamá y Patri, mi hermana mayor, van por las tardes al hospital a llevarles torta, juegos y revistas a los soldados. Má se trajo a Telmo, un colimba cordobés, a vivir con nosotros por un tiempo. Él tiene 18 años y esquirlas en los ojos. Todavía no saben si va a quedar ciego. No le dieron el alta aún. Pero en el hospital no hay cama para él, puede caminar, y no está tan destrozado como los otros...





martes, 1 de marzo de 2011

Había una vez...

Con ojitos inocentes abrir el libro.
Volver a la niñez. Y entonces sentirse en un cuerpo nimio, chiquitito. Las manitos lúdicas que rozan el papel y cambian sin cesar las páginas. Ida y vuelta. Vuelta e ida. Reconocen el terreno dibujado. Tantean el doblez sonoro de los distintos pliegues. La respiración de las imágenes.Quedarse con la mirada de agua de Pulgarcita dentro de una flor escarlata. La sonrisa loca del gato de aquella Alicia de cabellos nocheros. La dulce melancolía del blanco rostro de Madame Butterfly, el alma azul de sus alas. La luna luminosa de Peter Pan en vuelo al País de Nunca Jamás. La increíble hermosura de la Bella Durmiente sembrando el suelo con sus soleados rizos, y preguntarse, de pronto, qué animal no es bello cuando duerme.



Desplegar más que el corazón con cada imagen.
Y atrapar entre dos tapas un poquito de infancia.

Il Etait une fois...
Benjamin Lacombe
ISBN 978 202 102754 9
Pop up José Pons
Música: Minga Tango y Circo
Tema: Unión cívica (D.Santa Cruz)

martes, 25 de enero de 2011

Pelopincho

Extraño el olor a cloro en la piel. Y los ojos rojos vidriosos de aguantar, hasta explotar, la respiración debajo del agua.
Extraño el panzazo, el resbalón traicionero del plástico del fondo, el raspón de los caños. El latigazo del agua y de los golpes. Porque no importaban. No importaba nada.
Extraño los ataques de risa y la boca tan abierta que tragabas tanta, pero tanta agua que no te daba vergüenza escupirla. Y esa animalada, de ganas, de energía, de seguir jugando, estallando de pura felicidad, detonándote contra el agua.
Y la merienda fresca: gelatinas, galletitas con paté, jugos de colores o Nesquik (Vascolet le decía mi mamá).
Y claro que extraño, además, los pies en el pasto -no césped-.
Esa sensación...



Publicidad Pelopincho.
Foto del libro Surtido.
Editorial Del Nuevo Extremo.